5 de marzo de 2011

Ciudadanos romanos para la historia (V)

  Quinto Sertorio


Fundación mítica de la Univ. de Huesca
A principios del siglo I a.C. se enfrentaron en una lucha despiadada por un lado Cayo Mario, que a la postre sería tío abuelo de Julio César, y por el otro Lucio Cornelio Sila, el más inteligente de los representantes de la rancia aristocracia romana. Durante varios años, dirimieron sus diferencias hasta que en el 83 a.C, Sila desembarcaba en Italia, inaugurando la dictadura más sangrienta de la historia republicana de Roma. El legatus de Mario, Quinto Sertorio, siguió la guerra contra Sila en España por su cuenta. 

De modesta condición ecuestre y con una férrea educación sabina se alista en el ejército a los 16 años, falsificando una carta de su familia para mentir sobre su edad. Tomó parte en las guerras más duras de su tiempo y ganó, al precio de terribles heridas, la corona murallis, preciada condecoración que se otorgaba al soldado que era el primero en escalar la muralla del campamento enemigo. También ganó la corona graminea la mayor y menos frecuente condecoración militar, que se daba a aquel que conseguia salvar a una legión entera.

En otra ocasión, se ofreció voluntario para ir a recabar información al campamento enemigo, una fortaleza celtíbera en la meseta castellana. Deslizándose entre las sombras, Quinto consiguió llegar al lado de la tienda donde los jefes hispanos conferenciaban sobre el combate que se avecinaba. Pero Sertorio no entendía nada, así que aguardó a que uno de los caudillos saliera de la tienda y en ese momento, lo golpeó y se lo cargó a hombros para empezar a correr, campamento abajo. Los centinelas dieron la voz de alarma y tuvo que recorrer el último tramo en medio de una lluvia de dardos, piedras y lanzas, pero consiguió llegar a sus lineas con su preciada carga. 

Pero la historia más apasionante tiene que ver con un venado albino que estuvo a punto de cambiar la historia de las guerras hispánicas. Cuentan que, estando ya firmemente instalado en el bando ibérico, el caudillo se interesó tanto por las costumbres indígenas, que intentó profundizar en sus costumbres, celebraciones e incluso ritos religiosos. En uno de ellos, aprendió que los hispanos adoraban a divinidades relacionadas con el sol, las estrellas, la naturaleza y, sobre todo, los animales. De entre estos últimos, tenían especial predilección por el ciervo que, entre otros valores, representaba la fecundidad y la buena suerte. Al cabo de unos días, una cierva domesticada de un pastor del campamento alumbró varios cervatillos, uno de los cuales era completamente blanco. Sertorio, adoptó al animal como signo de buena suerte, que empezó a seguirle a todas partes. Los indígenas tambien entendieron la blancura del animal como un buen augurio y pelearon más y mejor que nunca contra las romanos. Dentro de los acontecimientos que determinaban el devenir de la guerra, la posesión del animal se convirtió en un asunto capital.

Lo narra así Plutarco, en sus Vidas Paralelas: “Con el tiempo, habiéndose hecho tan mansa y dócil, que acudía cuando la llamaba, y le seguía a doquiera que iba, sin espantarse del tropel y ruido militar, poco a poco la fue divinizando, digámoslo así, haciendo creer que aquella cierva había sido un presente de Diana, y esparciendo la voz de que le revelaba las cosas ocultas, por saber que los bárbaros son naturalmente muy inclinados a la superstición. Para acreditarlo más, se valía de este medio: cuando reservada y secretamente llegaba a entender que los enemigos iban a invadir su territorio, o trataban de separar de su obediencla a una ciudad, fingía que la cierva le había hablado en las horas del sueño, previniéndole que tuviera las tropas a punto. Por otra parte, si se le daba aviso de que alguno de sus generales había alcanzado una victoria, ocultaba al que lo había traído, y presentaba a la cierva coronada como anunciadora de buenas nuevas, excítándolos a mostrarse alegres y a sacrificar a los dioses, porque en breve había de llegar una fausta noticia”.

Una mañana, la cierva se escapó. Parece que Sertorio, supersticioso como buen romano que era, tuvo tal ataque de ansiedad, que hubo que calmarlo con friegas e infusiones hasta que, ya más tranquilo, designó partidas de hombres para que buscaran al animal. Pero el bando romano también estaba al tanto de la huida, con lo que mandó a los bosques a sus propias partidas de caza. Mas el animal no apareció.
Meses después, en el marco de una batalla decisiva, Sertorio avanzaba a la cabeza de sus hombres con indisimulado pesimismo. En algún momento del choque, el animal perdido irrumpió en las primeras filas, produciendo un golpe psicológico tremendo y provocando una desbandada en las filas romanas. A partir de este momento las fuentes difieren. Suetonio dice que la cierva murió aplastada por las patas de un caballo, mientras deambulaba, asustada, por el campo de batalla. Salustio defiende que, corriendo, se metió en medio de un enorme charco que había en la explanada y al salir, mostró su esbelto lomo…¡marrón!; alguien había encalado otro animal.

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